Arrastrando su sonrisa, aquella mirada limpia se enturbió hasta proyectar todo su odio y su rencor en una misma dirección. Perdida, descontrolada, buscaba auxilio en las banderas ya izadas e imponentemente zarandeadas por el viento. No era una ilusión, ya no era un mundo ajeno que sobrevivía en medio de los sueños: era real. La vida, trasnochada y tranquila, divertida y acalorada, renovada y despedida, la observaba inmóvil, esperando a que diera ese paso. No el paso imaginado cada noche sobre la almohada, sino el paso de verdad, el paso dado con la punta del zapato impoluto, aquel que nunca se había embarrado y siempre había lucido brillante y nuevo.
El camino sinuoso, entre los árboles, no marcaba un final ni un destino. Ya podías avanzar, que siempre te esperaba un horizonte opaco, que te derivaba siempre hacia otra dirección. Y ella, que siempre había seguido el camino más corto, el camino recto y guiado por el mapa de la eterna seguridad de saber hacia donde iba, porque era un camino marcado, ahora no sabía qué hacer.
Los sonidos del silencio la atormentaban, agitaban su respiración, recorrían con un hormigueo sus piernas, sus brazos y su alma. La noche, espeluznante por el pánico a escuchar su propia voz y no el ruido que acallaba la de su conciencia, silbaba gustosa entre las estrellas. La luna, impertérrita ante la tenue luz que desplegaba como un manto de posibilidades a medias, como una premeditada penumbra que hiciera temblar al más valiente de los seres de día, no juzgaba su sobria puesta en escena. Solo dejaba entrar la luz justa por la ventana, la que permitía el miedo de las sombras alargadas que se colaban por las rendijas de las persianas y mantenían el suspense del sudor frío entre las sábanas.
Ojalá esa noche terminara, pensaba. Ojalá nunca la luna me sirviera en bandeja mi tormento, pensaba. Ojalá las estrellas cayeran e iluminaran mi camino hacia el cielo, pensaba. Ojalá la vida terminara en un fundido a negro, apareciera la palabra "Fin".... y realmente todo terminara.
Álvaro López Martín
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